Desde que tenemos un bebé en nuestros brazos, sentimos la necesidad de protegerlo, cuidarlo y guiarlo. Pero al ver este mundo lleno de maldad, nos embarga como padres, el miedo de que algo malo les pase. Sin embargo debemos preparar a nuestros hijos para que se desenvuelvan en este mundo.

Si hemos leído los artículos anteriores, podemos ver que la crianza de nuestros hijos es todo un reto de por vida, pero al inculcar valores en nuestros hijos, nos queda confiar en las enseñanzas que les hemos dado.

Si vivimos en los Estados Unidos, veremos muy a menudo a nuestros hijos partir de casa para irse a vivir lejos del hogar, especialmente si van a una universidad que queda en otro estado.

He de admitir que la primera vez que me sucedió, me sentí aterrada, pensaba en las peores cosas que le podrían pasar a mi hijo. Con apenas 17 años se mudaría a un lugar diez horas lejos de casa. Y aunque era una universidad muy bonita, no la conocíamos personalmente. Pensaba en cada momento, si se llega a enfermar, que vamos a hacer tan lejos, pensaba en las malas compañías, en las drogas, en si le abusaban, etc.

Mi corazón se estremecía, y llegando el día de la despedida, sentía como mi corazón se partía en mil pedazos. Y al verle partir mi angustia se hizo más grande.

Cuando mi otro hijo dejó el hogar, me pasó lo mismo que con el primero, y recuerdo que me hinqué y le pedí a Dios que lo cuidara, y la angustia que tenía en ese momento era igualmente grande, hasta que sentí una voz que me dijo: “ Yo amo más a tus hijos que tu”. Esta respuesta clara a mi oración, me tranquilizó años después cuando tuve que ir a dejar a mi hija también.

Pero pronto aprendí que los hijos traen alas y que como padres es nuestro deber hacer que esas alas puedan extenderse y volar. También aprendí que los hijos tienen derecho a equivocarse, a tropezar y a seguir adelante.

Cuando les hemos dado todo lo que hemos podido darles, en educación, lo único que nos queda es confiar en Dios, y confiar en lo que les enseñamos.

Como padres lo que podemos hacer es estar ahí para ellos y apoyarlos en sus metas y en sus logros. Y también en sus equivocaciones y errores. Aconsejarlos y confiar en que tomarán la mejor decisión. Es una satisfacción saber que los hijos despegan solitos y se enfrentan a la vida misma, con valor. Tendrán pruebas, y luchas. Pero los valores que como padres les habremos dado durante su niñez es lo más importante para que sigan adelante. Que no se rindan. Que pueden levantar sus ojos al cielo, confiar en Dios quien todo lo hizo y en el que todo lo sustenta, y marchar adelante con valor, fe y confianza.

Y es lo mismo que nosotros como padres imperfectos podemos hacer. Confiar en Aquel que primero nos amó. En el que si es perfecto en sus caminos.

“…Con amor eterno te he amado; por tanto, Te prolongué mi misericordia.” (Jeremias 31: 3)