Primera de Corintios 13, nos habla del amor. Nos dice que aunque hablemos lenguas angélicas, pero si no tengo amor, de nada me sirve. Nos dice que aunque entendamos profecías y los misterios de la ciencia, y la fe de tal manera que trasladase los montes, sin amor, nada soy. Que si vendiese mis bienes para dar de comer a los pobres, y aun si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor de nada me sirve. Porque el amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor, no se goza de la injusticia mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser.

La verdad es que todo este capítulo de la Biblia nos enseña claramente lo que es el amor, y leerlo es muy sencillo, pero practicarlo es otra cosa.
Cuando nuestro buen Salvador vino a la tierra nos enseñó lo que es el amor puro, y cómo practicarlo.

Además de leer los evangelios y recorrer en la imaginación el camino que Él anduvo, nos quedamos asombrados de todas las cosas que decía y hacía, pero por sobre todo lo que hacía.

Una inspiración sobre la vida de Jesús, nos la muestra la profeta Elena de White en su libro “El Deseado de Todas las Gentes” en la página 54 donde dice: “Jesús era la fuente de la misericordia sanadora para el mundo; y durante todos aquellos años de reclusión en Nazaret, su vida se derramó en raudales de simpatía y ternura. Los ancianos, los tristes y apesadumbrados por el pecado, los niños que jugaban con gozo inocente, los pequeños seres de los vergeles, las pacientes bestias de carga, todos eran más felices a causa de su presencia.

Jesús, quien nos viniera a mostrar el carácter del Padre. Vino a enseñarnos como vivir en este mundo. Él quien era el creador de este mundo, vino a hacerse como uno de nosotros para mostrar que hacer el bien y la misericordia a los demás era la forma más bonita de vivir.

Es cierto que cuando hacemos algo bueno por los demás nos sentimos con felicidad, y nos sentimos plenos por la sonrisa que alguien nos brinda con gratitud. Sí, a veces, es cierto, no nos dan sonrisas y hay quienes nos muestran desaprobación por lo que hicimos, y hasta nos dicen con sarcasmo: “yo no te pedí que lo hicieras”. Pero la verdad es, que aunque se nos diga eso, es bonito hacer el bien.

Hace unos días, salimos con mi esposo a dar un pequeño paseo, y recordé, algo de lo que no me siento muy orgullosa; cuando era pequeña tenía que tomar el bus para ir a la escuela, o a casi cualquier parte, no teníamos automóvil, y casi siempre se subía una señora que vendía hojalata en el mercado. La verdad es que no olía muy bien. Pero era una señora muy amable, saludaba siempre con una gran sonrisa, mi madre se cambiaba de lugar pues no aguantaba el olor de ella. Pronto aprendí a hacer lo mismo. Pero nunca dejó de decirme: “buenos días nena”.

Al comentarlo con mi esposo, le dije: la verdad es que su olor no era insoportable, pude haber sido más amable con ella, tal vez no tenía agua en su casa y no podía bañarse todos los días. Pude haberle devuelto una sonrisa. A lo que mi esposo exclamo con gran certeza: ¡Cuántas oportunidades de hacer el bien, y no las aprovechamos!

Igual que con esta señora, puedo recordar, que muchas veces pude haber hecho mucho más no solo por extraños sino también por mi propia familia, por mis hijos. Y hasta por los animales que tuvimos en casa.
Jesús era la alegría para aquellos desconsolados corazones, y hasta para los animalitos que le rodeaban como se lee en el relato anterior.

A veces somos tan crueles con otros y hasta con nosotros mismos, que nos es difícil ver que no está bien lo que hacemos.

Así como Dios comparte todo con nosotros, compartamos lo que tengamos con otros. No necesita ser algo material, a veces una cálida sonrisa, compartida con amor, es necesaria.
EL QUE SABE HACER LO BUENO, Y NO LO HACE, LE ES PECADO. (Santiago 4:17)